El título me preocupó por un momento porque como alguna vez dijo Hugo Salazar del Alcázar, casi siempre el teatro en el Perú goza de buena salud pero no de buen humor, y esperaba algo así como una obra sobre la inevitabilidad del desastre. Me equivoqué, pues Silencio sísmico es esencialmente un espectáculo que echa mano de la buena onda, las frases inteligentes y risueñas, y actuaciones muy entregadas y parejas para armar un mural de nuestro tiempo. 

Tuve ganas de decir que era un espectáculo fresco, pero frescura no es lo que corresponde a una obra (escrita por Eduardo Adrianzén y dirigida por Oscar Carrillo) que se toma el nada envidiable trabajo de reflexionar sobre el Perú más actual, actualísimo (con sus fujimoris, ollantas, poder judicial, frente amplio, etc.)  Por ello, es interesante que la obra comience con un presagio del terremoto que ya le toca a Lima, en cualquier momento, y con recuerdos familiares duros (la muerte/ausencia del padre es ya casi un tópico en la dramaturgia contemporánea de Lima) para luego abrirse a un collage de escenas en que se retratan las tribulaciones de las elecciones del 2016, así como los devenires de la izquierda (o las izquierdas, o las no-derechas) que participan de la vida política última, en tono cada vez menos dramático. Incluso el final, que intenta retomar la tesis inicial, aparece desbordado por un aire de comedia.

Por supuesto, se percibe el largo oficio de Adrianzén en esa facilidad para anudar y desanudar situaciones, gracias a su enorme capacidad para escribir frases que sintetizan ironía y dolor, amargura y alegría, todo a la vez, de forma casi sinestésica. Es un dialoguista muy dotado. Y en esta obra además se anima a poner en boca de sus personajes frases que podrían aterrorizar a cualquier dramaturgo en ciernes: "momento político", "gran transformación", "izquierda caviar", "neoliberalismo" pero que en manos del escritor limeño son un material más para darle oportunidad a sus actores y director de proyectar su imaginería en escena.

No soy muy amigo de destacar actuaciones pues el elenco aquí es realmente muy armónico, pero es difícil no decir algo sobre la presencia vital de Sonia Seminario y Ximena Arroyo. Madre e hija tienen momentos extraordinarios en escena, (la escena de la playa es la más acabada) en dominio total de sus oficios, y Sonia es además una suerte de voz de la conciencia que comenta los momentos más tensos con sorna insuperable, con ironía feroz. Se le agradece, a ella, y a director y escritor que deciden hacer ver una presencia que por sí sola vale un espectáculo completo.

Conozco a Eduardo Adrianzén de esa forma rara en que uno conoce a la gente hoy en día: somos amigos en Facebook, y lo leo con frecuencia diaria. Y tal vez hemos tenido un par de conversaciones brevísimas en vivo. En virtud de ese (discreto) conocimiento creo encontrar una continuidad entre sus agudas preocupaciones cotidianas sobre nuestra "comarca virreinal" con que anima conversaciones virtuales todo el tiempo, y esta obra hecha también con algunos retazos de esa experiencia real. Adrianzén, el ciudadano, al menos ciudadano virtual, es siempre comentarista claro, sincero y simpático (a menudo todo junto) sobre este país atacado día a día por una vida política (y social) tan oscura, insincera y antipática. Trasladadas al escenario del Teatro de Lucía, varias de esas mismas preocupaciones ganan en brillo y en fuerza gracias a la performance misma, la vitalidad de los actores, pero también pierden el valor de su inmediatez. Y con eso también creo que pierden fuerza política. 

Es curioso lo que escribo, lo sé: es como si lo político que aparece fresco en un intercambio del día a día en redes sociales, pasa a parecer forzado y hasta panfletario (brillante, bien escrito, incluso divertido pero siempre panfletario) en una obra de teatro en que teníamos oportunidades para contemplar el tema con mayor atención. Es una de esas contradicciones que se dan en el teatro: es efímero en tanto representación de una obra, y de esa forma se acerca como ningún otro discurso a la realidad real; pero la apuesta final del teatro es por la duración, por el archivo de una memoria, de un momento que aunque efímero puede servir para una nueva reflexión con posterioridad. Así, el arte más efímero desea para sí la larga duración, y la dramaturgia es solo un dispositivo que intenta atrapar la fugacidad abriéndose a la constante reescritura. En este caso, será la fugacidad de nuestras horrorosas tribulaciones de primera y segunda vuelta, de izquierdismos más o menos veganos, y de la sensación de que ahora sí el país todo se va a la porra. Y de que es mejor irse del Perú. O de que es mejor esperar un gran terremoto.