"Despidan en mí a un Perú que se va", escribe Arguedas en una de sus cartas finales en las que actúa casi como un dramaturgo, imaginando cómo será la ceremonia de su entierro, decidiendo el orden de los discursos, la música que lo acompañaría. El autor se había ya entregado a la muerte, y esperaba solamente cumplir con algunos ritos personales.

En esta puesta, Yuyachkani retoma las cartas que escribiera Arguedas a su psiquiatra Lola Hoffmann, algunas a su editor Losada, discursos y brevísimas partes de los diarios que forman capítulos intercalados de El zorro de arriba y el zorro de abajo, su novela/documento que habría de quedar inconclusa. Con este material, el legendario colectivo peruano propone un encuentro franco, sencillo del público con la imagen del gran autor, por vía de sus propias palabras. La dicción de los textos es también clara, incluso distanciada, allanando por momentos los grandes quiebres léxicos, de tono y de espíritu que Arguedas propone en su escritura. 

En ese sentido, esta suerte de relectura alienada (en términos de Brecht) cumple su cometido de devolvernos a las palabras de un hablante que se halla en un trance insuperable,  en lucha con la muerte. Tal vez esa elección de leer las cartas de forma casi monótona, que resulta extraña al principio, sea una de las pocas formas de salir airosos en un espectáculo que relata un ritual de sacrificio, y que interpretado de modo verista resultaría insoportable.

Porque la de Arguedas es la escritura de un suicida, y es algo que podríamos llegar a olvidar gracias a su imaginería y elocuencia. Sus Zorros son una novela y una antinovela a la vez, una ficción que anuncia la muerte del escritor que la está escribiendo, planteando con ella el fracaso de la ficción como modo de enunciar la experiencia. Un relato sobre las pasiones (personales, artísticas y culturales) que rodean al suicida y que culmina, incontestable, haciendo aquello que anunciaba. Así, la ficción perderá la pelea ante la fuerza del rito real que es su propia muerte.

Se ha discutido extensamente este episodio de la vida y obra del gran autor peruano. Pero creo que pocas veces se ha reparado en esa intrínseca naturaleza performativa: Arguedas dice algo que hará, y completa el círculo que había empezado a construir de la única forma en que es posible, con una acción no ficcional. Performa su muerte, no en un sentido artístico pero sí de forma deliberada. Por ello, el resultado en Cartas de Chimbote es también una puesta que camina por el borde de la ficción que se hace realidad, haciéndose eco de la ruta sinuosa que había elegido José María. 

Yuyachkani despliega su repertorio de teatralidad, que en el caso de un colectivo que trabaja hace más de cuarenta años ya es una marca distintiva: incorporación de la música tradicional, danza, expresionismo corporal, juego con los breves y significativos elementos en escena. La pauta central del espectáculo son las cartas, y en relación a ellas aparecen las imágenes, los bailes, las escenas multiplicadas. 

Sin embargo, la fuerza de la tragedia personal de Arguedas, contenida en los documentos, aparece menguada por una despersonificación, una especie de des-construcción del personaje. Dividida entre siete performers que presentan la historia (y no la representan), Arguedas se multiplica en referencias nuevas mientras pierde varios de sus rasgos personales. Así opera una disolución de la historia personal en camino de un relato colectivo, quizás cumpliendo el deseo del autor de sumergirse en la tierra para seguir chupando el jugo de la vida.

Por supuesto, esto que hago aquí es un ejercicio de intepretación que no oculta otros niveles de lectura que también están en mi percepción. Es verdad que siendo un espectador de Yuyachkani por 29 años, nada me puede evitar observar también la presencia personal, corporal de los siete actores (y la de su director, en graderías) y leer sus Cartas de Chimbote también a ese nivel: el de los artistas comprometidos con una causa (¿nacional?, ¿cultural?, ¿política?) que ha consumido décadas enteras de su experiencia artística y personal. La propia idea de que Yuyachkani haga una temporada de repertorio y en él uno tenga posibilidades de ver a estos precisos actores, añejados por la experiencia, es de por sí toda otra performance. Pero es cierto que ese es un relato también sobre la sobrevivencia, aparentemente en abierta oposición al relato arguediano que es uno de disolución. Se me ocurre pensar "Mientras un escritor puede confiar en su perduración textual más allá de la muerte, ¿en qué nos es dado pensar a los actores?, ¿en la perduración en la memoria?, ¿en la leyenda que se repite de boca en boca?, ¿o en el olvido simple y honorable?" 

Hay, por supuesto, momentos extraordinarios en la puesta (las canciones a capella, las caracterizaciones de Ana Correa y Teresa Ralli, las interpretaciones musicales), pero también hay algo de nostálgico, algo de pregunta cuajada, calmada pero contundente, sobre la muerte como cesación de los infortunios y las dudas, o como puerta abierta al futuro también. Como frases al viento sobre un tiempo del Perú que se va, que ahora mismo se despide. 

Es especial tratar de juzgar un trabajo como este, luego de ser audiencia por tan largo periodo. De un lado aparece la tendencia técnica a reconocer los problemas de ritmo, los desniveles de caracterizaciones, cierta estructura frágil a nivel de la dramaturgia. De otro, es imposible leer a Yuyachkani de otro modo que no sea desde su trayectoria, su presencia fundamental en nuestra escena. Por ello, no me animaría a decir que Cartas de Chimbote es un espectáculo redondo ni uno de mis favoritos del grupo, pero sí que Yuyachkani es un colectivo riquísimo en memoria y recursos escénicos, y que ellos los exponen incluso cuando no aparentan intención. Y el público se lo agradece como aquella noche, merecidamente, de pie.