Hay obras que parecen nacionales de tanto arraigo que tienen, y viven en una especie de vecindad perpetua con el teatro peruano. Van y vienen, y a veces uno se explica esa constante lectura, relectura, puesta y repuesta por el hecho simple de que los libretos pasan de mano en mano. Aunque por mi parte quisiera creer que son textos que hacemos propios, porque vemos en ellos cosas que los acercan, o porque simplemente los hacemos espejos de nuestra historia.
Una de esas obras es Los justos de Albert Camus: cinco terroristas rusos buscan matar al Gran Duque, y liberar al pueblo. En medio, una discusión sobre los límites de la violencia, el sentido de la experiencia humana, o el amor; todo eso los expone en su precaria situación, precariedad de la vida, por lo demás.
Camus la escribe en el periodo de posguerra, al calor de una extensa polémica con el comunismo francés, y de forma indirecta, con el capitalismo triunfante encarnado en los Estados Unidos. Son los momentos iniciales de la futura guerra fría. La pregunta política que subyace en la obra es aquella de si es posible entender el límite que separa la violencia racional de la irracional, lo justo violento de lo injusto. Si acaso es posible concebir una vía que siendo revolucionaria sea al mismo tiempo moralmente irreprochable. Esa pregunta que surge con cierta angustia conforme los europeos empiezan a reconstruirse de la barbarie que se habían autoinfligido y descubren que están atrapados entre dos monstruos, soviéticos y yanquis.
Por supuesto hay que recordar que Camus no fue un extremista político de ninguna forma. Un genio de la escritura, y un filósofo de formación profunda, sí. Una cabeza visible de la intelectualidad francesa durante la Resistencia, también. Pero el suyo no es el relato de un combatiente decidiendo qué camino tomar, ni tampoco el del extremista arrepentido, o el simpatizante confundido. Hay una torre de marfil en París además de la torre Eiffel, y Camus (como Sartre, o de Beauvoir) la habitaban con comodidad siendo de izquierda.
De tal forma, me animaría a decir que Los justos es una pieza que es política debido a que se hace preguntas filosóficas sobre justicia/injusticia, violencia/no violencia. O que puede ser también leída como una pieza filosófica que toma sus temas directamente de la política para entregarnos una auténtica batalla de ideas. Esto se debe, entre otras cosas, a que en la obra filosofía y política se fusionan en un relato hecho de argumentaciones y contrargumentaciones (formidablemente teatrales, uno de los puntos máximos de Camus es su proverbial ejercicio de la retórica) en un clima de asfixia y tensión.
En la versión de Amaru Silva (a quien quizás hubiera preferido llamar dramaturgista de la puesta) y la dirección de Chávez la obra cede a la presión del impresionismo del tema. Porque -he aquí lo apasionante del teatro como práctica cultural- no hay forma de evitar que los rayos de la realidad se cuelen en el espacio de la ficción, y que cada uno de sus gestos se lea sin esfuerzo en una clave de comentario social en el Perú posconflicto armado.
Las palabras terrorista, revolución, sacrificio, sangre, bomba resuenan de manera muy concreta en Lima, o mejor, asustan de forma muy concreta. De hecho, creo que sociedades que experimentan la violencia llamada revolucionaria (si lo era o no es asunto que nos meterá en una discusión tan larga como la que propone Camus) ya no pueden dejarse llevar con facilidad por el romanticismo de Kaliayev o por la rigidez de Stepan. O al menos, no por sus deseos de santidad socialista o de frialdad violentista. Esta situación, la de escenarios reales de violencia de raíz politica, varía en mucho el tono de la recepción de la obra: de una discusión parnasianista, Los Justos pasa a ser una suerte de documental sin editar de alguna célula terrorista. Quizás así se expliquen las risas de la audiencia, risas en busca de evasión, o de algún botón que ponga Pausa. También explica por qué, productores y aparentemente también la audiencia, quieren creer que esta es solo una puesta minimalista sobre seres humanos, una mujer enamorada y un hombre soñador separados por la violencia. Como si la violencia fuera solo una calamidad y no el resultado de las decisiones humanas.
No hay amor en Los justos, ni en la disección que hace Camus del concepto de amor, ni en la atmósfera de enfermedad que deja la puesta de Silva/Chávez. Hay aceptación de que este asunto no parece tener solución, que los hombres seguirán ejecutándose unos a otros, de la misma forma en que seguirán diciéndose que se aman.
Es el primer trabajo de Soma que veo, y me agrada saber que se entiende a sí mismo como un colectivo que busca construir una dramaturgia propia y un repertorio que se pueda leer como línea de trabajo. Qué bueno que las grupalidades teatrales en Lima se renueven y resistan en un medio que parecía condenarlas a sucumbir ante la presión de tres o cuatro grandes productoras o Salas. Felizmente no es así. Los grupos, los independientes, las voces libres, necesitan vivir y crecer artísticamente sin dejarse convencer de que las obras filosóficas no venden, o que la gente quiere olvidarse de la violencia y reír y reír, o esconderse en la superficialidad. No todo el mundo quiere pasar por la experiencia nacional sin preguntarse por lo vivido, sino échenle una mirada a los últimos resultados electorales en el Perú: creo que no nos da lo mismo verdad o mentira.
Ahora bien, es cierto que los actores y el director evidencian que están en proceso de consolidación, de exploración de sus capacidades. La puesta es eficiente en gran medida debido al poder del relato diseñado por Camus, y a pesar de que los textos parecían caerse por momentos en la declamación de los actores, con cierta arritmia y tendencia a desgarrar la voz. Pero hubo intensidad, por supuesto, y compromiso.
No sé si los jóvenes personajes en Rusia en 1905 tuvieron o tienen razones para ser llamados "justos". Sí puedo decir que los jóvenes peruanos que se animan a preguntarse en público y a través de un pensador, por la violencia, esa palabra que nos invade día a día, están haciendo un acto que puede ser llamado justo.