Debo empezar coincidiendo con un señor ataviado de forma asombrosamente parecida al abuelo de la obra, cuando manifestaba a la salida del Teatro que "eso que pasó allá es imposible y punto. En Lima no llueve, simplemente". Estoy de acuerdo, además, porque estoy seguro que si en Lima lloviera como llueve en la obra (a cántaros, por días enteros) no solo la casa en que se desarrolla el drama, sino quizás la ciudad completa serían barridos de la faz de la tierra. Y el relato real se volvería uno de cataclismos y rescates heroicos. Por supuesto, por suerte, eso no sucede tampoco en la obra. 

 Una familia de la vieja Lima y una familia de la Nueva están atrapadas en una antigua casa en venta, la misma que despierta en los personajes sentimientos muy encontrados. Unos son potenciales compradores, otros, indecisos vendedores. Y están allí, sin quererlo, atrapados por algo que suena impensable pero que en la lógica del drama escrito por Gonzalo Rodríguez Risco y dirigido por Alberto Isola aparece probable: un diluvio en la Ciudad de los Reyes. 

Se adivina que la casa fue importante, quizás hasta bella (el juicio de lo bello está, como sabemos, siempre sujeto a las peripecias de la Historia) y puede ser que incluso haya sido un buen lugar para vivir. Allí hay grandes puertas, arquerías, frisos de aliento señorial, muebles de una vejez adusta, orgullo y desaparecida grandeza. Todas esas cosas legendarias que atribuimos a nuestra Arcadia colonial, como diría Salazar Bondy. 

El padre de la familia que quiere comprar la casa, los nuevos limeños, digamos (Pold Gastello) lo explica a través de sus recuerdos: una casa de patrones, de gente importantaza, ese lugar en el que él no era bienvenido. El padre de los viejos limeños coincide con la maravillada descripción, pero lo suyo es nostalgia y amargura, de un lado, cariño y socarronería, de otro; porque claro, en esta historia de privilegios él siempre estuvo del otro lado del espejo. 

¿Hacia donde va toda esta hipótesis de alegoría que empieza a dibujarse ante los ojos del público del Teatro Británico en Miraflores? ¿Allí, en ese antiguo corral de comedias reinventado como espacio de la cultura oficial de una Lima que se abisma hacia el mar de la modernidad? Es poco difícil empezar a tejer las consonancias escena-sala: las viejas casas que se caen pero que pueden recuperarse por el aliento del capital de otros, la memoria que se puede reconstruir a fuerza de inversión privada. Ese Perú que siempre al final se libra del cataclismo. Pero antes hay que volver a la trama.

Rodríguez Risco e Isola anudan la obra en torno a una contradicción: en Nunca llueve en Lima lo improbable es lo más probable. Que una Lima añeja(da) sea capaz de cruzar el puente de la segregación natural de la sociedad peruana y sentarse a la mesa con la Lima migrante. Claro, en este caso para escapar de su propia ruina. Que un hombre del campo sea capaz de hacerse dueño de su propio relato y, de paso, hacerse dueño de la antigua casa. O que un diluvio ataque Lima.  

Como todo el mundo sabe bajo las reglas de la ficción dramática lo que los creadores del espectáculo están produciendo es lo que puede llamarse "soluciones estéticas para problemáticas históricas", es decir, generar un espacio multifacético de reflexiones (en su sentido más simple, como imágenes en juego) en que público (y por extensión, ciudad y sociedad) se vean a ellos mismos y se pregunten por qué es que la realidad es así, por qué la realidad peruana tendría que ser así. Encuentro que este es el mayor acierto de la idea misma de poner en escena este prometedor texto de autor peruano de la mano del mayor director peruano. Es un gesto en el campo teatral en sí mismo, y eso sería más que destacable, pero es también un gesto en el campo social, en Lima, en Miraflores, en el Centro Peruano Británico.

Por ello lo improbable aparece como situación necesaria: la lluvia que nos atrapa, pero también la interlocución directa, y luego, la aceptación del convivio cultural y de clase. Nunca llueve en Lima es una obra utopista, para mí, en la misma línea de El rabdomante, Los ríos profundos o La última mudanza de Felipe Carrillo. Sí, he mencionado adrede tres casos en que, salvando distancias, también hay torrentes de agua descontrolada haciendo justicia divina en lugares atosigados por injusticia humana. Se llama Perú, y es una fuente constante de malestar y belleza.

Por supuesto, al decir que la obra es cautivadora (especialmente por esta mezcla imprevisible de lo surreal del cataclismo climatológico con un humor y talante tan cercanos, tan nacionales), no digo que suscriba la tesis de la esperanza. Debo ser profundamente pesimista en este punto, pues aunque es esta esperanza de solución y encuentro la que más conmueve, es también la que más me distancia del relato, especialmente cuando veo qué lejos andamos como grupo de sentarnos alrededor de una sola mesa, o de estar albergados bajo una misma casa. Eso es para mí lo improbable real, y en esa aguda escisión en relación al relato de Rodriguez Risco e Isola encuentro el mayor placer de haber espectado la obra. Es apasionante ponerse a uno mismo en problemas.

Sí es verdad que en cierto sentido el espectáculo me supo a poco, que la obra podría haber tenido aún más largo aliento (solo imagino), o que los personajes podían haber encarnado sus propias épicas y así acentuar la complejidad de la situación. Después de todo, es una casa en que podrían convivir, felices, como diría Arguedas, todas las patrias. Uno podría incluso atisbar que las historias de los compradores, su pasado mismo, también necesitaban desarrollo, tal como sucede con la interiorización del personaje del abuelo (un espléndido Carlos Tuccio) o aún mejor con el segmento en que los dos jóvenes (Patricia Barreto y Emanuel Soriano) bocetean el Perú tal cual en diálogo fluido y poderoso, para mí quizás el momento más redondo de la puesta. También uno podría esperar que los pequeños nudos del relato que iban apareciendo tuvieran un espacio propio, una más extensa introyección, aprovechando la presencia  de Luis Cáceres, o de Haydée Cáceres y Magaly Bolívar, dos de nuestras mejores actrices. 

Pero, por supuesto, todo esto es especulación y quizás, interés de espectador. Quiero creer que con una exploración más detenida de los otros personajes, nosotros, la audiencia, quizás podíamos sentir no solo que nuestros problemas son irresolubles sino que al menos pueden ser contemplados, ya que todos los habitantes de la casa han tenido la misma oportunidad de hacerse entender y hacerse querer aun más.