Caminando a la vera del Mississippi de noche, entre una bruma que desdibuja las siluetas, se oye los pasos de las parejas apresuradas y una que otra risotada rompe la oscuridad, en la ciudad de la juerga interminable. No me es difícil imaginar a la delicada, enferma Blanche Dubois (Un tranvía llamado Deseo) aparecerse en esta penumbra, confiada en la natural bondad de los extraños. Pobre Blanche, pienso, la bondad de los extraños nunca es natural.
Es esta la ciudad en donde Tennessee Williams imaginó, vivió y escribió, tres cosas que no necesariamente van de la mano. Visitarla parece parada obligada para un lector/espectador loco por Williams desde 1985. Claro que tengo que reconocer que hay mucho de huachafo en levantarse un día con las ganas de recorrer la ciudad para "encontrar" en ella a Tennessee Williams. Sus rastros, sus imágenes. Suerte de mitología personal revisitada, digamos. Entramado de imágenes volátiles que uno intenta narrar en cierto orden, como cuando nos reinventamos todo nuestro pasado.
El siguiente paso es tomar el delicado trencito hasta llegar al French Quarter, el vibrantemente decadente barrio del centro de New Orleans. Y caminar, casi sin rumbo. Google es la Enciclopedia Británica del pobre. En él aparecen todas las cosas, especialmente las no deseadas e inútiles. Me hago de tres direcciones diferentes, números y calles disímiles. Hay tours para visitar las casas, en teoría. Pero a nadie le importa medio carajo visitarlas, creo intuir.
Primera moraleja de la tarde: no confíes en google (tampoco en la Enciclopedia Británica). En una ciudad tan rebosante de vitalidad y conversación provoca preguntar a la gente en la calle (algo muy raro en gringolandia). Pasión inútil la de entablar comunicaciones. "Tennessee Williams, com´n, hay hasta un gran festival y un concurso, el playwright". "Si llega a averiguar donde queda la casa, sir, regresa y me avisa, siempre he querido visitarla", me espeta un pintor callejero, creo que solo para no quedar mal ante su amiga.
Lo del famoso concurso no es un invento. Cada año se celebra en una de estas calles y las bases son simples: a ver quién grita mejor aquel inolvidable Hey, Stella! en la que seres comunes y corrientes tratan de buscar su "Marlon Brando interior". Pero nada de esto aparece posible de hallar este día. Este jolgorio de cartulina de New Orleans empieza a asfixiarme.
Bourbon Street, por ejemplo, con su teatralidad callejera, sus múltiples bares, su carnaval permanente: una maquinaria bien engrasada, una suerte de deus ex machina de teatralidad callejera, digamos. Pero todo lo demás es olor a cerveza y mucho de impostado desenfreno. Gringos puritanos en la ciudad del vicio. Disfrazarse, por ejemplo, es una costumbre regular de los moradores. ¿Disfrazan su cuerpo con un alma, o al revés?

Por fin la casa de Tennessee, a la vuelta de los bares, una calle tranquila y nada pretenciosa. Podría ser una casita en Mollendo, dice mi arequipeño interior. Hay que acercarse mucho a la placa para leerla, y alejarse un tanto para imaginar la casa por dentro. Nada más. Aquí vivió sus últimos años, aquí murió en 1983. Nada más. Unas palabras sin sentido sobre unas tías de un comité de bibliotecas que nadie quiere entender. No hay las gradas por donde una Stella baje a arrojársele a uno a los brazos, harta de libido y pena por sí misma. Aquí dio su último suspiro el padre de Amanda Wingfield y Stanley Kowalski, pienso. Pero la verdad es que no siento nada. Vine en busca de un fantasma, claro, y un fantasma es lo que hallé: un fantasma teatral.
No es difícil imaginar a Williams mientras escribía, hastiado del ruido del tranvía que conduce a la zona de la ciudad llamada Desire, y harto con los gritos de los amantes y los borrachos de las buhardillas cercanas. Pero ese tranvía desapareció para cuando Tennessee había escrito la obra, y la casa fue derruida y nadie sabe bien dónde quedaba. De manera que la obra de teatro es también otra ruina de New Orleans. Mitos, mentiras, como siempre. Las mentiras embellecen la existencia, uno se aferra a ellas no por tonto sino por desesperado. Incluso la película entrañable se filmó entera en California, así es que ni Brando ni Vivian Leigh pusieron un pie por aquí, al menos no para actuar A Streetcar Named Desire, concluyo.
Sigo mi camino. Una vieja casona en pleno centro me deja auscultarla por 20 dólares en cash. Un conjunto de jazz "auténtico" a las 6 pm, la vieja habitación que se deja catear en su cuidadosa decadencia, sus bancas feas, su falta de aire acondicionado. Allí un programa para turistas, me dicen los que saben. No soy un connaisseur, para qué me hago el que ni qué. Yo veo cuatro músicos sin mucha alma pero con mucha profesión, hacer su ritual de ganarse la vida. Esto es algo que los bobos teníamos en nuestra lista de must do en New Orleans. And here we are. Nada parece convencerme de no sentarme en el suelo, y dejar de mirar al improvisado escenario.
Y allí, en el centro de la mentira, sin embargo, siento cómo la magia del teatro aparece. La música, es la música la que la conduce. Escucho voces ahogándose en el recuerdo de su propia ruina. Veo alegría que mata y una muerte bailable. Es el carnaval de la agonía, el ritmo de los últimos suspiros. Pasión enlatada, si quieren, pero pasión al fin. Lo que la industria cultural nunca entenderá: vende un alma liberada por un precio, esa alma puede escapar de sus propios escaparates y venir, quedarse a morar en la médula de tu corazón.
Sentado en la esquina del viejo salón colonial entiendo las ruinas embellecidas, los alaridos embellecidos, el ruido que se embellece. Por un momento parece que todo encaja: no es que New Orleans no sea de cartulina. Lo es. El asunto es descubrir que uno es parte de esta marquesina gigante. No una esencia, sino una simple presencia: uno es el dibujo de sí mismo adherido a la ciudad de utilería.
Hay dos formas de teatralidad social, me hago el serio: una que esconde, que sirve para reprimir. Otra, que precisamente libera lo reprimido. Porque las casas se acaban, los cuerpos se acaban. ¿Se acabarán también las pulsiones, el eros y el tanatos, cuando se acaba la materia? Aunque la materia no se acaba, dice el viejo evangelio científico. ¿O será que las pulsiones se quedan por aquí vagando, gritando Hey, Stella!, soñando en que la muerte y el amor son cosas pasajeras?